viernes, 16 de diciembre de 2011

El número ocho

Aunque yo soy incapaz de aburrirme, la verdad es que, una vez hecho un poco de turismo, tampoco hay mucha diversión por aquí. Además, uno se da cuenta de que muchas cosas solo son divertidas según la compañía.
Y muchas otras cosas solo son divertidas en español. Yo mismo, aunque no os lo creáis, soy solo la mitad de gracioso cuando me veo abocado a hablar en inglés. En vez de un genio del humor, me siento… del montón. Ya sé que muchos de vosotros vivís perpetuamente con esa certeza, pero, comprendedme, para mi es algo nuevo.
Este deprimente prólogo es solo la explicación necesaria para que comprendáis que cuando me invitaron la semana pasada a la universidad de Hydebarad a una clase de caligrafía dije: ¡¿Universidad?! ¡¿Caligrafía?! ¡Guau, no me lo perdería por nada del mundo!


Una colega de mi compañero Hitoshi, la señorita Yumi Watanabe, nos invitó a Hitoshi, Antoine y a mí a un evento que preparaban los profesores de japonés de la Facultad de Inglés y Lenguas Extranjeras de la Universidad de Osmania: Una clase magistral de caligrafía japonesa.
Hitoshi no quería ir porque Watanabe no es su tipo de persona precisamente (según su descripción es pesada, ruidosa y fea, la antítesis de su mujer ideal). Pero Antoine y yo queríamos ver si en la facultad de lenguas extranjeras había extranjeros (bueno, en el caso de Antoine, extranjeras) y cada uno podía usar su idioma con alguien (en el caso de Antoine, su lengua).
Tras polemizar con unos cuantos conductores de rickshaw cogimos, porque se empeñó Hitoshi, el que nos pedía menos dinero, a pesar de que parecía no tener ni idea de dónde estaba la dichosa facultad.
Una vez en la universidad de Osmania, quedó patente que el tipo estaba más perdido que una cabra en un garaje y tuvimos que llegar al sitio preguntando. La cara del conductor era un poema, pero la propina que le dio Hitoshi supongo que le consolaría.
Watanabe salió a recibirnos y nos llevó al aula dónde se celebraba el evento. En una dura pugna entre el caos de los alumnos indios y el orden militar de los profesores japoneses, no tardamos mucho en dividirnos en ocho grupos. Cada grupo tenía un profesor nipón (en nuestro caso, Hitoshi, claro) que nos enseñaría a hacer un kan ji de nuestra elección y escribir nuestro nombre en katakana.



Pero no temáis, que no me voy a poner a explicaros cómo se coge el pincel, qué son la “tierra” y el “mar”, o con cuántos trazos, en qué orden y en qué dirección se escribe el kan ji para “amor”. No, sois mi familia, sois mis amigos... y os quiero.



No, el protagonista de este post no es la caligrafía, el protagonista de este post es… Ramón.
Cuando estaba intentando pintar el número ocho (el kan ji más fácil que se le ocurrió a Hitoshi, dada mi torpeza) se me acercó un chaval indio que me preguntó de dónde era yo. Al responderle que de España, pegó un bote.
-¡Hermano español! ¿Cómo estás? ¡Yo hablo español bien, pero tengo practicar!
A pesar de que su uso de la sintaxis era equivalente a mear en la tumba de Lázaro Carreter, me hizo tanta ilusión hablar español que me puse a departir con el chiquillo.
Tras decirle mi nombre le pregunté el suyo. Cuando terminó de responderme pensé que me había recitado un poema en hindi, pero no, era su dichoso nombre, al ver mi cara me dijo:
-Tranquilo, yo tengo nombre para mis hermanos españoles, mi nombre español es Ramón.


Mi padre solía decir: “Tienes nombre de tambor, Rrrrrrrramón”. Pero no se lo dije, claro. Resulta que tenía un nombre para sus amigos americanos (Neil Bronson), otro para sus amigos japoneses (que no recuerdo), el suyo y Ramón, claro. Así que para mí es Ramón.
-Yo puedo ser guía en Hyderabad. Yo enseño las cosas buenas de Hyderabad y practico español. Yo quiero ser un link, un bridge, un… yo soy amigo de español.
Cómo resistirse a semejante pico de oro, un Demóstenes redivivo y con el pelo a tazón… y además se llamaba Ramón. Así que, ¡qué demonios!, le dije que “genial” y le di mi mail, mi facebook y… no, Ramón, lo siento no puedo darte mi número de teléfono porque no tengo.
No penséis que era una excusa. Resulta que, debido a ciertos problemas, a día de hoy soy un inmigrante ilegal en india, por lo que no puedo contratar ni teléfonos prepago, que aquí la ley es muy estricta con eso. El asunto es materia de otro post, pero en lo que nos concierne ahora, era cierto que no podía tener teléfono.
La cara de Ramón se puso muy seria y el chavalín me preguntó:
-¿Puedes esperar veinte minutos?
Apenas pude responder un escueto “sí” cuando el tipo salió corriendo rumbo a lo desconocido.
Hitoshi, me cogió de nuevo por banda y me puso otra vez a hacer el “ocho”, que según él, es el número de la buena suerte en Japón (y viendo mi habilidad con la caligrafía, necesitaba toda la suerte del mundo).

 

Quince minutos después Ramón volvió a la clase, se acercó a mí y me preguntó si podría acompañarle afuera. Si no midiese uno cincuenta puede que me lo hubiese pensado, pero si bien se me ocurren muchos adjetivos para describir a Ramón, os aseguro que “peligroso” no es uno de ellos.
Salimos al campus y solemnemente, me entregó un sobrecito que resultó ser una tarjeta SIM.
-Las personas que trabajan necesitan teléfono, porque para el trabajo es importante poder contactar. Usted trabajas y tienes que tener teléfono.
Cuando me sobrepuse a la sorpresa, traté de negarme, claro. Le dije que si no iba a tener problemas, que mi situación se arreglaría en unos días (algo que dudo mucho), que no quería que se molestase… pero fue imposible. De modo que, para no hacerle el feo, le di las gracias y me quedé con la tarjeta.
Volvimos a la clase, donde estaban eligiendo los mejores kan ji, para el concurso final. Ni que decir tiene que escondí el mío, que según Hitoshi, estaba muy bien para un niño de cinco años.





Tras digerir tanta diversión, nos despedimos de todos y cogimos otro rickshaw de vuelta a casa. Debería estar contento, pero todavía resuenan en mi cabeza las palabras que me dijo Ramón al despedirse:
-Ahora estoy muy ocupado, pero dentro de un mes, estoy libre y entonces te llamaré y iremos a todos los sitios de Hyderabad juntos… Y no te preocupes… ¡ahora tengo tu teléfono! ¡Ja, ja, ja, ja, ja…!
En un mes sabré si el número ocho, de verdad, da buena suerte.



viernes, 2 de diciembre de 2011

Turistas 2, El regreso

Como recordaréis, nuestros héroes, Natasha y Maria (dos veinteañeras alemanas), Hitoshi (alias el pozo sin fondo) y un servidor, habíamos escapado de las hordas pseudo-islámicas y nos disponíamos a continuar con nuestro periplo por Hyderabad.


Recorrimos a la carrera uno de los miles de bazares que hay por esa zona y nos pusimos a buscar el siguiente objetivo: el palacio de Chowmahalla. Se suponía que el palacio estaba a unos metros de la mezquita, pero empezamos a dar vueltas y los minutos pasaban.
Perdidos, la única opción que nos quedaba era… preguntar. Hitoshi y yo, que habíamos aprendido la lección, preguntamos en pareja. Yo hacía las preguntas con mi inglés aceptable y él entendía, más o menos, lo que nos contestaban. Descubrimos que los Hiderabadi son como los españoles… nunca dicen “no lo sé” o “no te entiendo”. No, te mandan a donde primero les parece y te tienen dando vueltas durante horas. Al final, un venerable vejete, nos condujo, por unas callejuelas infames, a las inmediaciones del palacio.


En la entrada del Chowmahalla Palace (que por cierto, es un museo) había otro cartel que rezaba: “Indios 10 rupias. No indios 150 + 50 si llevan cámara de fotos.” Esto fue otro duro golpe para las germanas y a punto estuvimos de largarnos, hasta que le dije que nos habíamos tirado media hora buscando el dichoso palacio y que dos cochinos euros no me parecía mucho dinero. Bueno, se lo dije en plan majo y me hicieron caso.
El museo-palacio es precioso. Jardines, fuentes, armas antiguas, el salón del trono, coches de época, la torre del reloj… Desde luego vale dos euros y bastante más. Sin embargo, no pudimos verlo entero, ya que las niñas empezaron con sus “me canso”, “tengo calor”, “tengo hambre”… y decidimos ir a comer, que es algo en lo que a las chavalas no les importaba pulirse el dinero.
Otro rickshaw nos condujo a un hotel abarrotado. Esquivamos los centenares de motos de la entrada y subimos a la primera planta (donde te dirigen siempre si eres extranjero y más si vas con mujeres). Si la planta baja era un tugurio con pinta de estar a punto de ser cerrado por sanidad, el primer piso parecía un restaurante de lujo de Madrid. Aquí eso es muy normal.
Nada más sentarte, en vez de aceitunas y colines, te ponen unas rodajas de cebolla cruda y medio limón. Se supone que es para acompañar la comida, pero Hitoshi, que como diría Ángel, es un hambrijo, se puso a comérselo sin esperar. Lo gracioso es que después de zamparse cada rodaja de cebolla se ponía a llorar como un chiquillo. Ni que decir tiene que las alemanas le grabaron otro video. Si sabéis como se dice en alemán “Japonés come cebolla cruda y llora sin parar en Hyderabad” quizá lo encontréis en YouTube.


La comida llegó. Yo me pedí un pollo con piña, en el que la piña picaba más que el pollo y descubrí el famoso paneer, el queso que sabe a… pollo. Acompañé mi main course con garlic naan y cómo no, arroz blanco, que es lo mejor para rebajar el picante. Todo ello regado con drinking water que es como llaman aquí al agua mineral, pues hay que ser muy bravo para beberse el agua del grifo. Todo estaba estupendo, pero lo curioso de la situación no eran los platos, sino los camareros.
Teníamos a unos cinco tipos pendientes constantemente de nosotros. Si te ibas a echar salsa te la echaban ellos, si te limpiabas con una servilleta de papel te ponían una nueva al lado, si bebías de tu vaso de agua te lo rellenaban al momento… hasta le trajeron a Maria una Coca-Cola envuelta en una servilleta como si fuera champagne. Puede parecer divertido, pero resulta agobiante. Evidentemente, lo hacían por la propina y creo que no les defraudamos, aunque como aquí consideran que todos los extranjeros somos millonarios, nunca se sabe.


Las chicas tenían que ir a la estación de tren a comprar sus billetes para el lunes y debían pasar por su hotel para recoger unas cosas. Como Hitoshi y yo somos unos caballeros, nos ofrecimos a acompañarlas. Además, aquí todo es una aventura.
Las estaciones de tren en india son fáciles de reconocer porque siempre tienen barricadas, alambre de espino y un amplio despliegue militar a la entrada. Cuando nuestro variopinto grupo trató de entrar al recinto, uno por uno, todo los soldados nos empezaron a preguntar que de dónde éramos, que qué queríamos, etc. Al principio pensé que era otra faceta más de la férrea seguridad, pero al poco me di cuenta de que solo querían hablar con nosotros, sobre todo con las “redheaded”, que tanto les llamaban la atención.


Las pelirrojas en cuestión dejaron la estación sin poder comprar los billetes (“vuelva usted mañana” suele ser aquí la respuesta para todo) y a la salida, dos chavales de la tele local de Adhra Pradesh se abalanzaron sobre Natasha para entrevistarla. ¡Ah, la fama…!


Lo último que quedaba en nuestra “hoja de ruta” era lo que más interesaba a las chichas: el Laad Bazar. Se trata del mayor bazar de la ciudad, que un domingo por la noche es algo digno de verse: lleno de luces, completamente abarrotado y con las más dispares baratijas que os podáis imaginar. Nos bajamos del Rickshaw y nos mezclamos con la marabunta de personas que compraban y vendían.

Se nos acercó un tipo diciendo que tuviésemos cuidado con los carteristas y otras malas personas que había en el bazar, se presentó como un funcionario público y se ofreció a acompañarnos y defendernos de “los malos”. Para acreditarse nos mostró un carnet que tenía toda la pinta de ser un bonito trabajo de Photoshop. Ni que decir tiene que nos alejamos de él en cuanto pudimos.


Miríadas de tipos se te acercaban para venderte unas Rayban (je, je) por cuatro perras o collares de perlas de saldo. Para que vieras que las perlas eran reales y no de plástico, las quemaban con un mechero delante de ti. Yo me escudaba en las alemanas, diciendo que en Europa las mujeres escogen ellas sus propias joyas. Soy un rastrero, lo sé.
Nos dirigimos a la zona del bazar donde vendían la bisutería. Calles y calles donde solo había pulseritas brillantes de todos los colores. Era de noche, pero os aseguro que daban ganas de comprarse una de esas Rayban de los chinos para soportar tanto brilli-brilli, que diría Esther.
Los vendedores nos chillaban, nos hacían la ola y nos chistaban como a perros para que entrásemos en sus tenderetes. Era entre gracioso y humillante.
-¡We are walking Money!
Me repetía Maria sin cesar. Lo decía como con cara de asco e indignación, pero creo que estaba disfrutando de lo lindo, viviendo como los ricos y famosos. Natasha era más calladita, pero Maria resultó ser una comerciante de cuidado y mandaba a los mercachifles a la porra si no le vendían tres pulseras por menos de un euro y medio. Solo logró que un tipo accediera y porque el buen hombre aceptó como parte de su pago el hacerse una foto con nosotros.


Recorrimos TODAS las tiendas del bazar, se probaron centenares de pulseras y solo compararon esas tres. Al final de la noche, Maria tenía el brazo tan cubierto de purpurina que la verdad es que no necesitaba pulsera alguna. De todos modos, puede estar contenta por conservar la mano, ya que las muñequitas de las indias poco tienen que ver con las muñecazas germanas y un vendedor casi le disloca la mano con tal de encasquetarle una pulserita.
Le pregunté a Natasha:
-¿No exagera un poco Maria? Solo le piden tres euros, uno por pulsera. No es tan caro, ¿no?
-Aquí, tres euros, es decir, 200 rupias, es mucho dinero.- Me respondió.
Bueno, eso es relativo. Con 200 rupias te puedes comprar tres cartones de zumo,  o una lata de atún, o dos calzoncillos, o una entrada para el cine… ¿eso es mucho dinero? Yo creo que no. Vale, nos intentan cobrar siempre mucho más que al resto de la gente, eso es cierto. Pero no es mucho dinero, es que ellos son pobres. Yo tampoco quiero pagar más de la cuenta, pero creo que todo tiene un límite.
Dejamos el bazar, cogimos otro rickshaw (siempre con Hitoshi sentado con el conductor, porque es el único que cabía) y nos despedimos, intercambiándonos los mails para compartir las fotos que habíamos hecho.
La verdad es que me lo pasé muy bien. Maria y Natasha son de las pocas personas, aparte de Hitoshi, con las que me lo he pasado bien por aquí. Eran unas chiquillas pijas, pero eran majas.
Habréis echado en falta algunas fotos más sobre ciertas cosas que he descrito. La explicación a esta ausencia es que las alemanas llevaban unas pedazo de cámaras y yo solo mi Blackberry, así que confié en ellas para la parte gráfica, pues me prometieron que me las enviarían en cuanto pudiesen.
¿Y qué ha pasado? Lo podéis imaginar. Os tendréis que conformar con las pocas que tengo (algunas gracias a Hitoshi) y con mis vívidas y floridas descripciones. A mí, lo único que me preocupa es que como todos los alemanes sean tan de fiar como estas dos mozuelas, Grecia y los demás PIGS lo vamos a pasar muy mal.
Yásas!

sábado, 26 de noviembre de 2011

Turistas

Mi blog no tiene orden ni concierto, es un reflejo de mi propia mente. Hoy voy a relatar lo que hice durante mi primer fin de semana en Hyderabad.
Después de realizar las compras pertinentes, de adecentar mi cuarto y de cocinar comida española, estaba preparado para enfrentarme a la ciudad. Hitoshi se ofreció como guía y decidimos ir al lugar más obvio. Si buscáis Hyderabad en Google Maps, lo primero que salta a la vista esel inmenso lago que hay en medio de la ciudad: Hussain Sagar.


Le pregunté a Hitoshi si podíamos ir andando o estaba muy lejos. “Not far”, me respondió. Claro, que era el primer día y yo aún no sabía que Hitoshi es un rata de cuidado y con tal de no pagar un rickshaw es capaz de correr una maratón. De todos modos, me dio igual, yo quería conocer la ciudad y así fui aprendiendo a cruzar las calles.


Tras perdernos un par de veces (que Hitoshi no es que sea Indiana Jones), llegamos al parque que rodea el lago. Estábamos buscando la entrada, cuando vi algo que llamó mi atención: Cruzando la calle, con más miedo que vergüenza, dos chicas blancas y pelirrojas se acercaban a nosotros. Llevaban una guía de Lonely Planet y cara de no tener ni idea de dónde estaban.
En España nunca me habría acercado a hablar con dos desconocidas, pero cuando uno está en India, siente una extraña familiaridad con cualquiera que tenga un color de piel parecido al suyo.
-Oye, Hitoshi, voy a hablar con esas chicas.
Mi camarada nipón me miró con una mezcla de miedo y admiración y me acompañó cual fiel escudero.  Sorprendimos a las chavalas leyendo su guía y les preguntamos si sabían dónde estaba la puerta del parque, justo enfrente de la puerta del parque.
Ellas nos recibieron con muy buen talante y al descubrir que ninguno conocía nada de Hyderabad, decidimos unir nuestras ignorancias. Se llamaban Maria y Natasha y eran de Alemania, estudiantes de Economía en Berlín que se pulían el dinero de sus papis recorriendo India desde el comienzo de las vacaciones hasta justo antes del Oktoberfest.
Nos dijeron que solo iban a estar este finde en Hyderabad y que estaban buscando algún hombre que las acompañara. Evidentemente, les dije: “I´m your man”, incluyendo a Hitoshi en el lote, claro. Creyeron sin problemas que Hitoshi era japonés, pero yo tuve que convencerlas de que era español. No sé, esperarían a Alfredo Landa.


El parque del Hussain Sagar no tenía gran cosa. Unos cacharricos de feria y  una máquina lanza pelotas para jugar al críquet (Hitoshi, como buen jugador de beisbol, hizo sus pinitos, pero el resultado fue bochornoso). Lo único interesante era un barquito que te daba una vuelta por allí y atracaba en el Peñón de Gibraltar, que es como se llama la islita que hay en el centro del lago y desde donde se yergue una inmensa estatua de Buda.


Una vez en el islote, mientras las alemanas sacaban sus cámaras para fotografiar al Buda, me di cuenta de que los indios sacaban sus cámaras para fotografiar a las alemanas. Estaba a punto de burlarme de ellas, cuando un tipo se me acercó y me preguntó si se podía sacar una foto conmigo. Entonces me di cuenta: allí, NOSOTROS éramos la atracción turística.


Los indios, tímidos al principio, se fueron envalentonando y en el barco de vuelta, los cuatro nos sentíamos como Brad Pitt o Angelina Jolie. Empecé a gritar “¡Una foto, una rupia! ¡Una foto, una rupia!” y el personal se partió de risa, uno incluso me quería pagar la rupia. Al final tuve que hacer un poco de guardaespaldas y sacarnos de allí, al fin y al cabo, las alemanas me querían para que hiciese “de hombre”.
Tras escapar del parque, tratamos de encontrar no sé qué templo que querían ver las chiquillas y nos perdimos de nuevo. Aquí, ya sabéis, anochece pronto y con la oscuridad sobre nosotros, nos fuimos a un hotel (no penséis mal, ya os dije que aquí se llama así a los restaurantes).



Las chicas nos enseñaron a pedir comida que no te matase y nos dieron muchos consejos sobre la vida en India. No en vano, llevaban casi tres meses recorriendo el país. Ellas lo pasaron muy bien viendo como comía Hitoshi. Ahí donde lo veis, pequeño y flacucho, “Un samurái” es “una lima”. Come como Godzilla, lento pero seguro. Las chicas hasta le grabaron en vídeo. Si sabéis como se dice en alemán “Japonés come como un monstruo en  Hyderabad”, a lo mejor lo encontráis en YouTube.
Quedamos en encontrarnos a la mañana siguiente en la puerta del hotel de las chicas (que ya os dije que aquí llaman así a los hoteles) y cada cual cogió un rickshaw para su barrio.
A la mañana siguiente, como yo todavía no sabía nada de la ciudad, tuve que confiar en Hitoshi para llegar al hotel. De nuevo, “el hijo del sol naciente” demostró un sentido de la orientación como el de Ryoga Hibiki. Hitoshi tenía el número de teléfono del hotel, pero los de la recepción no le entendían. Traté de llamar yo, pero yo no les entendía a ellos.


Media hora más tarde de lo convenido, llegamos ante el dichoso hotel. Por suerte, la recepción tenía sillonazos y aire acondicionado, creo que esa fue la clave de que las chicas siguieran allí esperando.


El plan de las germanas era verlo todo en un día, pero más allá de eso no tenían mucha idea. De modo que, siguiendo con nuestra tendencia a la obviedad, cogimos otro rickshaw (Hitoshi se tuvo que subir con el conductor para que cupiésemos los cuatro) hacia Charminar, el símbolo de Hyderabad.


Charminar  significa “cuatro torres” en urdu y es básicamente eso, cuatro minaretes unidos en una sola estructura, erigidos en el Siglo XVI para dar gracias a Alá por la salvación de la ciudad frente a una plaga. Está en el casco histórico de Hyderabad, que es como otra ciudad dentro de la ciudad, donde las calles son callejuelas, los musulmanes son mayoría, menudean los bazares y en general, se acerca más a la idea que uno tiene de una urbe de Oriente.



Entrar a Charminar cuesta dinero. Como es normal aquí, los indios pagan 5 rupias, mientas que los “Non Indians” pagamos 100. Maria y Natasha montaron en cólera y dijeron que no iban a desembolsar esa cantidad desorbitada (1´5 euros) por ver un monumento nacional. Hitoshi y yo flipamos un poco, pero dijimos que vale y nos encaminamos a nuestro próximo objetivo.



Prácticamente por casualidad, encontramos, tras andar unos metros, Mecca Masjid, una de las más antiguas (400 años) y más grandes  (me dieron las medidas en pies, lo siento) mezquitas de India.
La primera odisea fue que las chicas se pusieran un pañuelo para entrar al recinto exterior. Natasha casi se hace un burka con un fular, hasta que el segurata de la entrada, desternillado de risa, le dijo que con que se lo pusiera sobre el cuello y los hombros bastaba. 


Tuvimos que dejar nuestro calzado para acceder  a las criptas que rodean la mezquita. Una mujer ataviada de negro me dio un número escrito en un trozo de madera, como si fuera el llavero de una taquilla del Mercadona. En verdad es un lugar sagrado, porque justo en ese momento, me entraron ganas de rezar a Alá para pedirle que mis deportivas estuviesen allí a la salida.


Nada más entrar, se nos pegó otro tipejo que nos quería hacer de guía, las chicas y yo pasamos de él, pero Hitoshi le daba bola… ¡Ah, incauto! Vimos las criptas, los jardines… y el guía nos condujo a la mezquita.


Por supuesto, las mujeres no podían pasar, así que Hitoshi y yo entramos solos en el sagrado recinto. El guía nos contó sus historias y nos dijo que solo un hombre podía pasar a la zona interior a la vez. Hitoshi fue el primero y yo me tuve que sentar en el suelo contemplando la magnificencia del lugar.
Al poco, el guía volvió y me enseño la zona más sagrada. Me pidió dinero para Alá o para los hombres santos o lo que fuera. Yo le di 10 rupias y él me dijo “¡Hombre, diez…, cien, qué menos!”. Le respondí que para Alá tenía 10 rupias, que si las quería que bien y que si no que aire. Me miró como subrayando lo infiel que era yo y continuó con el mini tour, pero cogiendo las 10 rupias, claro, que Alá no es tonto.


Justo antes de salir, me pidió más dinero, para la gente que trabajaba en la mezquita. Le volví a decir que tenía 10 y él volvió a pedir 100. Le contesté que no iba a dar más dinero a los hombres que al propio Alá y volvió a perdonarme  la vida con la mirada, mientras cogía mis otras 10 rupias. Me largó de allí con viento fresco.
Nos reunimos con las chicas y tratamos de coger nuestro calzado. Entonces, claro, la mujer de negro nos pidió dinero por nuestros zapatos. Yo respondí que me resultaba muy curioso pagar por mis propios zapatos, pero Hitoshi, a grito pelado, me interrumpió quejándose de tales mercaderías en un lugar sagrado, dijo que él daba dinero a Dios, pero no a ellos y acto seguido, cogió sus chanclas y salió de allí. Las alemanas, más tímidas, pagaron sus rupias y nos fuimos, escoltados por malas miradas y probables insultos en urdu.


Todavía tengo que relatar la otra mitad del domingo, pero creo que me he extendido demasiado, para variar. Si queréis saber si encontramos el palacio de Chowmahalla, cómo es un restaurante de Hyderbad o qué se puede comprar en el gran bazar, no os perdáis el próximo capítulo de Hyderabad blues.
Auf Wiedersehen!