jueves, 28 de junio de 2012

Hampi: Preludio


Si en el último post puse fin a mi faceta de turista en Hyderabad, hoy lo hago con la de viajero en India. Yo no soy muy de viajar, pero si todos mis amigos estaban en lo cierto, hubiera sido un crímen irse de aquí sin ver Hampi. No se equivocaban.




Hampi, la Ciudad de la Victoria, fue durante el siglo XIII al XV, la capital del Imperio Vijayanagara. Se encuentra en el valle del Tungabhadra, en el estado de Karnataka. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO debido a los 350 templos, las fortificaciones, palacios, jardines, etc. que menudean en el centro de la ciudad.




Todo el mundo me había dicho que Hampi era algo excepcional y no quería dejar pasar la oportunidad de visitarlo. Así que cuando Lars y Alexa me preguntaron si quería ir con ellos en un viaje de fin de semana, no me lo pensé dos veces. 

Gracias a la experiencia de mi amigo Pentxo, reservar el alojamiento y el medio de transporte fue bastante fácil, sin embargo dejé la organización a Lars porque si uno puede tener a un alemán al frente de todo, cómo negarse, ¿no? ¡Ey, todo el mundo lo hace en Europa!




Nuestro único problema era el monzón. Ya sabéis que el monzón es el viento que trae la estación lluviosa en el cinturón ecuatorial. Aquí su llegada es un importante acontecimiento que lo cambia todo y en lo que respecta a Hampi, para peor. El río Tungabhadra inhunda ciertos lugares y es casi imposible visitar algunos monumentos. 

Por eso organizamos todo a contrareloj para llegar justo antes de que el monzón tocase los aledaños de Hampi, justo cuando la temporada alta termina. Justo a tiempo.

Yo no quería usar ni un solo día de vacaciones, de modo que el viernes, después del trabajo, cargamos con unas escuetas mochilas y tomamos un auto hasta la estación de Nampally. En esta ocasión no era para subirnos a un autocar, sino para entrar de verdad y tomar el tren. Era la primera vez que iba a viajar en un tren indio y estaba deseando ver cómo resultaba la experiencia.




La señalización de la Hyderabad Station es bastante buena y nuestro tren ya estaba en el andén cuando llegamos. Entramos a buscar nuestro coche y tomamos posesión de nuestros asientos. Bueno, camas más que asientos, pues habíamos elegido Sleeper Class sin aire acondicionado, una opción económica para pasar 11 horas de viaje con alguna comodidad.




Como siempre, nada es como te lo esperas. Los compartimentos no eran tales, solo un montón de literas plegables puestas unas en frente de otras. De todos modos, pusimos nuestro pequeño equipaje en las camas y nos sentamos en la de abajo, dejando la de en medio plegada. Era pronto y no teníamos muchas ganas de dormir.




El tren era viejo, sucio y maloliente. Las ventanas no tenían cristales, sino unas rejas roñosas. Junto a la mía se podía leer un diagrama con las instrucciones para retirar los barrotes y salir de allí y aunque el paso 5 era “Save your live”, a mí me quedó bastante claro que como tuvíesemos que salir por allí, estábamos aviados.

No es que a mí me de por pensar en esas cosas, pero ese mismo tren había sufrido un aparatoso accidente unas semanas antes, en el que habían muerto varias personas. Pero bueno, como les dije a Lars y Alexa, eso hacía que estuviésemos completamente salvados: ¿Qué posibilidad hay de que ocurra el mismo accidente dos veces seguidas? ¡Imposible!




En medio de una conversación tan sesuda como estas reflexiones, nuestros vecinos decidieron que querían dormir, así que nos pidieron que apagásemos la luz y dieron a entender que calladitos estábamos más guapos. Yo me fui a la cama en ese momento, es decir que adopté una posición horizontal y empecé a rezar para que las dos literas que se balanceaban sobre mí no cediesen. 

En el tren hacía un tremendo calor, pero gracias a las ventanas abiertas, cuando la locomotora alcanzaba una buena velocidad, entraba una brisa fresca que mejoraba la temperatura y enmascaraba el hedor del vagón. Luego está el traqueteo, aunque yo me libraba del 60% al estar en la cama de abajo. Pero lo peor era cuando nuestro tren se cruzaba con otro: el consiguente terremoto y los silbatos de ambos trenes soltando decibelios parecía una escena de alguna pelicula de terror.

La verdad es que estar 11 horas metido allí, con el calor, el ruido y teniendo mi mochila como única almohada fue una tortura. Al menos yo no tengo talla de jugador de baloncesto como Lars y Alexa, que casi no cabían en su catre. Por eso, cuando el interior del vehículo empezó a iluminarse con la luz del amanecer, plegamos nuestras camas y nos pusimos a departir para ver si las horas restantes de trayecto se hacían más cortas.




El tren se paraba cada dos por tres en los múltiples pueblecitos de aquella “meseta castellana con esteroides” y palmeras por la que viajábamos. En ellos se podían comprar samosas desde las ventanillas y entraban mendigos a ver lo que podían sacar usando armas tan diversas como la mala leche o los monos amaestrados.




Tras mil y una paradas, llegamos a Hospet, el pueblecito aledaño a Hampi desde el que tomaríamos un rickshaw hasta nuestro destino. De hecho, nada más salir del tren, un joven y dicharachero conductor se abalanzó sobre nosotros atraído por el pálido brillo de nuestras ebúrneas pieles.

Lars negoció con él un precio cerrado para que estuviese a nuestra disposición durante el fin de semana y consiguió lo mismo que mis amigos nos habían asegurado que era justo. Así que todos contentos: nosotros tres y Michael Jackson, que fue el nombre que nos dio el driver para identificarse.

Decidimos ir primero a nuestro hostel, el Shanti Guest House. Michael enseguida nos dijo que esa casa de huéspedes había sido destruida por un desastre natural que había azotado Hampi hace unos meses. Alexa le aclaró que nuesto Shanti estaba al otro lado del río, no en el pueblo. Pero para Mike eso no cambió mucho la situación, porque según él el río estaba muy crecido por las llúvias y era imposible cruzarlo. Nos recomendó encarecidamente alojarnos allí, en Hospet.

A mí todo eso me sonaba a la madre de todas las milongas. Sospechaba que Mike era un Smooth Criminal así que propuse que, de todos modos, nos acercásemos al río a ver cómo estaba la cosa. De este modo, nos montamos en el pequeño auto y recorrimos la escasa distancia que nos separaba de Hampi.




Por el camino, además de templos que parecían decorados de Euro Disney, pudimos ver que aquello estaba más seco que la mojama, con lo que la historia del señor Jackson iba perdiendo peso poco a poco.

Cruzamos un arco que nos daba la bienvenida a la ciudad sagrada de Hampi y al poco nos dio otra bienvenida un ramdom guy que paró a Michael y nos pidió 10 rupias como “cuota turista” para acceder al complejo monumental.  Puede que fuese mentira, pero ponerte a discutir por 10 rupias sería demasiado ridículo.




Cruzamos así el pueblo que, en efecto, parecía sacudido por una catástofre natural reciente. Varias zonas estaban destrozadas y se veían los cadáveres de antiguas casas de huéspedes, academias de yoga, etc. No todo lo que decía Michael era mentira, pero al llegar al río vimos que lo de la crecida sí que era bullshit.

Él no se inmutó ante las evidentes pruebas de su falacia, se limitó a decirnos dónde se tomaban las barcas para cruzar el río. Pensé que se iba a poner a cantar “I´m bad” en plan chulillo, pero estaba demasiado preocupado por si cambiábamos de opinión sobre sus servicios. Le tranquilizamos y le dijimos que nos esperasea allí. Es lo bueno de no venir con Hitoshi, que le hubiese mandado al séptimo infierno después de hacerle un Hadouken.




Nos alejamos de nuestro timador particular y nos acercamos a los timadores municipales: los barqueros. Una cuadrilla de indios gobernaba un par de lanchas motoras que cruzaban a la gente el escueto y no muy caudaloso río. Al llegar a la orilla una de las barcas se disponía a cruzar el río, pero nos dijeron que no podíamos subir. Esa salió pitando mientras los barqueros de la otra se pusieron a echarse la siesta a la sombra de un templo cercano. La cara de tontos que se nos quedó fue antológica.




Les preguntamos a los sufridos operarios que cuándo salía la siguiente barca. Respondieron que cuando hubiera más gente para cruzar, al menos unas diez personas, y eso podía tardar una media hora. Nos ofrecieron una alternativa, eso sí: subir en una balsa precaria en la que bogaba un famélico quinceañero. Era una especie de bowl de un metro de radio hecho de chamizo y chapapote. Su base estaba inundada y parecía encontrarse a punto del colapso.




Lars quería probar, mientras que Alexa quería cruzar el río saltando de roca en roca. Yo les dije que ni me iba a montar en el “barquito de cáscara de nuez” ni iba a hacer el Goku, por poca corriente que hubiese. Les convencí para ir directamente a los templos, pero cuando hicimos el primer ademán de largarnos los barqueros cobraron vida de nuevo y dijeron que nos llevaban. Pagamos 15 rupias por barba y llegamos a la otra orilla, a la zona que llaman la isla.





No es tal isla ni mucho menos, pero la llaman así porque con las crecidas se queda incomunicada. En realidad es una zona rodeada de campos de arroz y saturada de guest houses. En temporada alta  hay una superpoblación de turistas que convierten a esta “ínsula de Barataria” en un lugar muy animado. Pero eso es en temporada alta. Cuando fuimos nosotros las tiendas estaban cerradas y la calle (solo hay una que merezca tal nombre) estaba desierta.

Nuestro hostal estaba al final de la rue, con lo que tuvimos que recorrer aquel pueblo casi fantasma. Una mujer nos intentó llevar a su restaurante y un siniestro tipejo nos ofreció marihuana, pero nadie más nos salío al paso hasta llegar a la Shanti Guest House.

Allí, un indio salío corriendo (¡CORRIENDO!) a recibirnos. Alexa había reservado las habitaciones por 600 rupias cada una, pero decidimos hacernos los suecos y ver cuánto nos pedían. Como nos pidieron justo la mitad nos quedamos bastante contentos.

Nuestros aposentos eran unos coquetos bungalows con un porche en el que en viento mecía una cama-columpio. Dentro tenían una inmensa cama con dosel-mosquitera que parecía sacada de Memorias de África. Todo estaba bastante limpio… para ser India y aunque al parecer tenía que compartir el baño con una salamanquesa y una rana, me gustó bastante el lugar.





Estábamos en medio de un jardincito de estilo tropical rodeado de casetas de chamizo con vistas a los arrozales, donde podías comer recostado en cojines. Bueno, no se puede pedir más por 4´20 euros.






Tras hacer el check-in y dejar nuestras cosas, volvimos al río para empezar nuestra visita turística. En la orilla, un hombre nos pidió el dinero para las barcas, aunque después de dárselo los barqueros decían que teníamos que esperar una media hora o tomar la cáscara de nuez. Insistían una y otra vez en que no nos estaban pidiendo más dinero lo cual me recordaba a la vieja canción: “Al pasar la barca me dijo el barquero: los niños blanquitos pagan más dinero.” Pero esta vez nos pusimos un poco farrucos y nos pasaron sin más tonterías. 




Michael Jackson estaba tomado una siesta en su rickshaw, un pequeño ejemplar adornado con un toldo en que se leía, cómo no, “Rockstar”. Le despertamos lo más amablemente que pudimos y en cuanto se quitó las legañas se dispuso a conducirnos hacia las maravillas de Hampi.




Maravillas que tendré que dejar para el próximo post, el cual estará aderezado por sorprendentes cambios de nacionalidad, animales salvajes, mochileras canadienses y más números musicales a cargo de Michael Jackson, por supuesto.



domingo, 10 de junio de 2012

Turistas 3, La Venganza

Hace mucho que dejé de relatar los atractivos turísticos de Hyderabad y sin embargo aún no he hablado de algunos de los lugares más interesantes de la ciudad. Vuelvo pues a hacer un popurrí de visitas separadas en el espacio y en el tiempo para poner fin, por ahora, a mis aventuras como turista.

Voy a clasificar arbitrariamente los tres lugares que me quedan, en la manida oposición entre cuerpo, mente y alma. ¿Por qué? Pues porque esto es India, un lugar con más de 36 millones de dioses, cuna de la medicina Ayurveda, campo de cultivo del Yoga… así que hay que fliparse un poco y adoptar una visión de hippie new age de vez en cuando.




El Cuerpo: Shilparamam

Empecemos por lo más mundano. La satisfacción de los deseos materialistas. La vanagloria de adornar nuestro cuerpo y nuestro alrededor con meros objetos materiales. Vamos, que os voy a hablar de un tremendo mercadillo donde se pueden comprar suvenires indios a buen precio.




El mercado de Shilparamam, también conocido como “la villa de las artes, los oficios y la cultura” (¡Toma ya!),  comprende 65 acres de Madhapur, en Hi-tech City. Una entrada de 15 rupias te da acceso a este agradable parquecillo.

Puedes encontrar una exposición de rocas de la región (Hyderabad es un lugar interesante desde el punto de vista geológico) con formas caprichosas. Un cartel explicativo te dice qué forma se supone que tiene el mineral en cuestión, pues salvo dos o tres, las demás parecen una patata y poco más.




Hay unos saltos de agua con un lago cruzado por unos puentecitos y recorrido por canoas en las que puedes montar. Al menos puedes cuando hay agua, porque el lago suele estar más seco que la mojama durante parte del año. Hay otro lago al lado que sí tiene agua, lo malo de ambos es la fetidez que pueden producir, aunque este parque no es de lo peores en ese sentido.




Aquí y allá te encuentras con esculturas de arte moderno (que da pena verlas) y figuras de cartón piedra de personas y animales, en plan Smithsonian de baratillo. Forman parte del llamado Museo Rural y representan a fauna que habitaba la región y a antiguos pobladores de la meseta circundante, a tamaño real. No os miento si os digo que hacen que las figuras del Museo de Cera de Madrid parezcan a la altura del David de Donatello.




De hecho hay una estatua muy grande que llamó inmediatamente mi atención. Le pregunté a mi amigo Pentxo que por qué tenían una estatua de ET travestido en ese parque. Él me hizo ver  que era una escultura de la Madre Teresa de Calcuta. Más vale que Dios la tenga en su gloria, porque lo que es aquí…




También hay centros de convenciones, teatros, escenarios cubiertos y al aire libre, etc. donde se llevan a cabo todo tipo de eventos, sobre todo representaciones folklóricas y tradicionales.




Pero lo que da a Shilparamam su fama es el enorme mercadillo que aloja. Decenas y decenas de puestecillos con telas, vestidos, perfumes, tallas de madera, bisutería, juguetes, adornos, cuadros, estampitas de los dioses hindúes… Todo un recital de artesanía y souvenires que hacen las delicias de turistas tanto extranjeros como indios.





La experiencia me parecío un término medio entre comprar en una tienda normal, con los precios más o menos fijos (que esto es India y se puede regatear casi en cualquier sitio) y un verdadero bazar, como los aledaños a Charminar. Aunque hay que discutir el precio y el mismo objeto puede variar enormemente de puesto a puesto, la verdad es que parece que hay más orden que en otros mercadillos callejeros.






El parque también cuenta con restaurantes y zonas verdes para descansar, con lo que se puede disfrutar de casi todos los placeres que necesita el cuerpo.




La Mente: Museo Salar Jung 

Si lo que queremos es cultivar la mente, la ciudad de Hyderabad cuenta con varios museos. Pero sin duda, el más famoso es el Salar Jung. Se trata de un museo de arte, antigüedades y… cosas curiosas, que fue fundado en 1951 por Mir Yousuf Ali Khan, conocido popularmente como Salar Jung III, el último heredero de una noble dinastía local.




Además de al negocio familiar (ser Primer Ministro de los Nizhams, los antiguos gobernantes de la región), Salar Jung se dedicó al mecenazgo de autores locales y al coleccinismo de libros, arte y artículos de lujo, tanto de India como del resto del mundo. Según dicen aquí, la suya es “la colección de arte más grande recopilada por un solo hombre”. Supongo que eso significa que no cuentan las mujeres, porque mi amiga Pilar le gana de calle.




Hoy en día, tras el traslado de los fondos a unas nuevas instalaciones, es el Gobierno del estado quien, a través de un Consejo Autónomo, administra el museo. Sin embargo, se sigue rindiendo tributo a los Salar Jung que cuentan con una porción de las instalaciones dedicada a su memoria.




El museo es un tanto idescriptible. Sus fondos tienen piezas de todas las épocas (desde el Siglo II a.C. al Siglo XX) y de casi todas las regiones del planeta (India, Oriente, Oriente Medio y Europa). Podemos encotrarnos en sus salas con restos arqueológicos, objetos de arte, muebles, juguetes, tapices, relojes, carruajes, coches…






Las instalaciones comprenden tres grandes edificios. La idea es que el el ala Oeste albergue los fondos procedentes de Occidente, el ala Este los de Oriente y que en el edificio central se expongan las piezas indias. Sin embargo, hoy por hoy está todo un poco mezclado y la información que se proporciona al visitante sobre lo que está viendo no es la mejor del mundo.





El museo es inmenso. Se necesitan dos días para verlo a conciencia, aunque la necesidad de verlo a conciencia dependerá del interés que se tenga por ciertas rarezas y antigüedades con escaso valor artístico o histórico. Es más recomendable ir a buen paso por sus decenas de salas y detenerse en lo que de verdad merece la pena.





Más allá de alguna aislada pieza de arte europeo, lo que merece la pena del Salar Jung es, cómo no, el arte indio. Hay cuadros, ilustraciones, estelas, esculturas, tallas, tapices, etc. de casi todas las épocas y estilos que ha conocido el arte del subcontinente.






Sin embargo, no son pocos los Hyderabadi que cuando te hablan del museo, de lo primero que se acuerdan es de las salas para los niños (con una colección de soldaditos de plomo que hace palidecer el escaparte de cualquier Games Workshop) y sobre todo, del reloj mecánico musical que sigue marcando ruidosamente las horas.





Yo me acordé de mis amigos roleros en estos lugares, especialmente en las salas de la colección de armas medievales. Estoy seguro de que le hubiesen encantado a mi amigo Javi, sobre todo las de India, que mostraban un arsenal digno del mejor Caballero de Radamanthys. Es curioso a dónde te llevan las divagaciones de la mente.





El Alma: Birla Mandir 

En Hyderabad hay muchos templos, muchas mezquitas, muchas iglesias… Cada uno es intersante en cierto modo, cada uno cuenta con algo curioso. Sin embrago, me voy a centrar de nuevo en lo más cononocido: el Birla Temple o Birla Mandir.




Mandir, como habréis adivinado significa “templo”, pero Birla no es el nombre de ninguna deidad… o quizá sí, bien pensado.




El Aditya Birla Group es una corporción india cuyo valor se cifra en  treinta mil millones de dólares estadounidenses. Evidentemte es una de las más grandes compañías de India y una corporación a tener en cuenta a nivel mundial.

Fuera de India se dedica a la exportación de materias primas, materiales de construcción y productos químicos cuyos nombres no puedo ni pronunciar. En India son una de esas corporaciones que tocan todos los palos: telefonía móvil, industria textil, cadenas de supermercados, muebles, seguros…




Junto con Reliance son las dos compañias cuyos establecimientos, productos y publicidad uno no puede evitar ver una y otra vez estés donde estés. Entre esta ubicuidad, su política empresarial y su “pegajosa” imagen de marca, consigiuen dar un poco de miedo. Si la corporación Umbrella fuese una compañía real, creo que sería una de estas dos.

Birla está muy preocupada por la RSC (Responsabilidad Social Corporativa, para los que no sean Esther) o eso dice. Así que, además de numerosos programas de desarrollo sostenible, tanto en India como en el extranjero, se dedica a construir templos: los Birla Mandir.

India está llena de estos templos, uno de los cuales está en Hyderabad. Contruido uniendo la arquitectura del sur, la Rajasthany y la Utkala, es una impresinante mole erigida sobre una colina en medio de la ciudad y realizada enteramente con 2.000 toneladas de mármol blanco.




Está dedicado a Venkateswara, también conocido como Rinivasa, Balaji o Venkatachalapati y que sería una forma del dios hindú Vishnu.  Sin embargo, nos podemos encontrar  en el recinto con “capillas” dedicadas a Shiva, Shakti, Ganesh, Hanuman, Brahma, Saraswati, Lakshmi y Saibaba. Sus muros están adornados con gurbani, las enseñanzas de los gurús Sikhs.

Hay dos opciones para disfrutar del Birla Mandir: ir a una hora a la que no suelen acudir los feligreses y disfrutar de la paz del lugar cuando se encuentra semi desierto o visitarlo cuando está repleto de devotos. Hitoshi y yo elegimos la segunda.




Tras subir la empinada cuesta, llena de puestos que venden parafernalia religiosa de todo tipo, se accede al recinto esterior del templo, desde donde ya se tiene una vista privilegiada de la ciudad.

Por supuesto allí hay que dejar tu calzado a cambio de una fichita para recuperarlo luego. Unos taciturnos operarios se encargan de “agilizar” el proceso, mientras te piden propinas por todo, justo debajo de un cartel que reza “Servicio gratuito. No den ninguna propina.”  También te preguntan si llevas cámara de fotos o móvil, pues hay que dajarlo en las taquillas. Las fotos están prohibidas en el templo.




Es curioso el paso del asfalto ardiente al frío marmol, que es continuamente barrido por las trabajadoras del lugar. Aquí no hay suciedad ni despojos salvo las cáscaras de coco, que son una ofrenda a los dioses.




Rodeado de gente, empiezas la ascensión que te lleva desde las “capillas” exteriores hasta el “altar” principal donde se llava a cabo la ceremonia más sagrada. Según asciendes, además de disfrutar de mejores vistas, la aglomeración de gente va en aumento. Se forma una cola que me recordaba a Madrid en Navidad o a una procesión de Semana Santa.

La ascensión fue muy lenta para mí y eterna para Hitoshi, ya que él llevaba peor eso de que los indios se te pegase literalmente al cuerpo e incluso se te intentasen colar en un espacio done era físicamente imposible. Todo eso dando vueltas y vueltas alredeor del recinto superior, desde el cual salía de vez en cuando una tremenda algarabía.




Por fin llegamos al “sancta sanctorum”, donde unos monjes sacaban del sagrado recinto interior, cada cierto tiempo, una llama sagrada y agua del Ganges. Al aparecer con el fuego y el agua lanzaban un verso a la concurrencia que respondía con el beatífico eco de rigor. Los fieles se acercaban a pasar la mano sobre el fuego y hacer lo propio sobre su cabeza y a recibir unas gotas del sagrado líquido.




Uno no se puede detener en el lugar, se debe seguir la corriente de ese río humano que entra por una puerta y sale por otra. Bueno, no todos, porque durante la larga espera, pudimos ver a varias familias que evitaban toda la cola, entraban al recinto y se demoraban allí el tiempo que les parecía oportuno. Era bastante chocante este favoritismo en un lugar de culto, pero bueno, supongo que como dice el refrán castellano: “siempre ha habido castas”.

El descenso del templo se hace por una ruta más espaciosa y lleva menos tiempo. Antes de salir del recinto, eso sí, no puedes evitar darte de bruces con una tienda de artículos religiosos. Se trata de cuadros, libros, estatuas, estampitas... que más que incitarte a la devoción te hacen recordar que estás en un lugar erigido por una empresa privada.




Si lo piensas, es como si en España una gran empresa patria construyese una Catedral en el PAU de Vallecas. La Catedral de Nuestra Señora de Mango (Yo Mango, él Birla, no deja de ser lo mismo...) o algo por el estilo. Pero bueno, supongo que la Iglesia Católica no necesita de la iniciativa privada para meterse en mercaderías.

Con tales reflexiones en mi espíritiu, Hitoshi y yo tomamos un auto hasta nuestro barrio. El trayecto fue rápido y subiendo por nuestra calle yo solo podía pensar en lo curioso que era haber estado rodeado de tal cantidad de gente y ahora subir por una calle en la que no había ni un alma.

Pero, por otro lado… las almas siempre escasean…